Repetición de un día, de Aurelio González Ovies




Repetición de un día

Esta mañana -julio, sol, silencio-,
amargamente hermosa, la he vivido
hace tiempo. No sé dónde
ni cuándo.

Los gatos a la sombra del castaño,
espejismos de fuego en los caminos,
la vida inabarcable y el eco intermitente
de un tractor a lo lejos.

No sé dónde ni cuándo. O todo
era más hondo o yo no soy
el mismo.

(C) Aurelio González Ovies
(España)
Voz: Marìa Garcìa Esperón
(México)
Música: Dowland: Melancholy Gaillard. Rita Honti
2010

América Mía, de Alicia Reyes: el poema que paseó por América


La visita que hizo Voz y Mirada a la Capilla Alfonsina el 5 de enero de 2010 nació de un libro escrito por una mujer excepcional para que la memoria de su excepcional abuelo fuera eterna: "Genio y Figura de Alfonso Reyes".

Alicia, la nieta, es narradora, ensayista y poeta. Hace unos años compuso el poema "América Mía", trenzando su destino y su preocupación sensible con el destino de América. En este 2010 de los Encuentros y Reencuentros, hemos querido decir el poema de Alicia en nuestras respectivas geografías y hacer de Voz y Mirada no sólo un exquisito encuentro virtual, sino un abrazo real, con los pies en la tierra y las palabras puestas a viajar en el viento que literalmente se las lleva.

El poema de Alicia Reyes y todos los poemas tienen la mano extendida para convertirse en voz y en mirada a través de todos ustedes, de todos nosotros. A quienes participamos en esta primera experiencia nos ha brindado emociones nuevas y una misteriosa felicidad que imperiosa, demanda compartirse. (MGE).



América mía

A Ramón López Velarde

Alicia Reyes

Poema completo en la voz de Susana Peiró (Argentina) y en la mirada de María García Esperón (México), a través de imágenes seleccionadas en la Red.

Las serranías de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, la Tarahumara, los desiertos del norte de México, los majestuosos paisajes argentinos, las nieves del Aconcagua, el paisaje humano, la piel-desierto, los ojos-manantial, las manos-árbol de esta América nuestra.





Diana Alejandra Morales
desde la Biblioteca Virgilio Barco de Bogotá, Colombia.

El día un poco gris, pero desde un espacio VeRde muy verde de una de las bibliotecas mayores de Bogotá van las palabras del poema "América Mía".
(Diana Alejandra Morales)



Por esta América mía
que está triste,
triste en sus abismos
más profundos...
triste de llevar a cuestas
hambre y llanto.

Si en el monte escarpado
de silencio
se reúnen los jóvenes-niños
si el silencio
se rasga de repente
es porque
en la pradera el venado
afila sus cuernos
contra un árbol.

Las liebres corren
y se esconden
un bandoneón gime
la guitarra canta.

(La naturaleza se ha puesto
de manteles largos
y el reloj me recuerda
la monotonía de la vida diaria)

En mi extravío:
¡el polvo de los conquistadores!
¡la mano y la mirada de Juárez,
esperanza y coraje!



La voz de Susana Peiró, desde Mendoza,
las imágenes de Marcelo Suárez De Luna desde Buenos Aires
y María García Esperón, desde la Ciudad de México.

Buenos Aires y México, una cosmópolis, la otra raza y todavía lucha telúrica de dioses que no comprendemos.
(María García Esperón)





Y las enredaderas trepan
hasta las copas frondosas,
ya el peso vence al ahuehuete
y al ombú.

Por esta América mía
que está triste...
Desde las nieves eternas
hasta las otras nieves.
Desde la selva
hasta el desierto.

Porque llevamos escondidas
las antenas.
Porque la voz se apaga
porque el viento
apenas se atrave a entrar
por las rendijas.

¡Por ese polvo denso
en que se asfixia
la serenidad de los sentidos!

Al pie del monte sereno
o en medio de los jardines,
van él y ella
tomados de la mano.

Porque amor es mundo
mundo-amor
pisoteado y herido
como antaño.

¡Se rasgará el silencio
a base de metralla!
¡Qué importa este amor
que llena las entrañas!


María García Esperón
desde el Centro Histórico de la Ciudad de México.

En cada rincón se siente todo el tiempo. Los mármoles de Bellas Artes y las piedras del Teocalli, la noche de Don Juan Manuel, el águila, la serpiente, la alquimia tricolor de la bandera... y esa vida se da cita en la Plaza Mayor para lanzar pelotas de luz al cielo.
(María García Esperón)



Los valientes van perdiendo
a cada paso
la fe en el mañana.
Ese mañana
que no será todavía...

Bajarán los indios
de la montaña
para depositar al pie
de la misma imagen cansada
su resignación de siglos.

Y en la colina,
más allá del puente,
jugarán los niños.
Ellos no comprenden.

¡Los caballos revientan los cinchos,
la soldadera se ajusta las cananas:
y entre nubes de vapor
se pone la locomotora en marcha!

América lleva en las pupilas
una lágrima,
aquella de sus hijos
que implora la paz inútilmente.
Aquella que se funde
con la tierra.

Porque
en las campiñas
las chozas se deshacen...

Susana Peiró desde Mendoza, Argentina.

Imágenes filmadas en Gualtallary y Las Carreras - Mendoza (Argentina).

Alicia: Tu poema fue leído en tierra de los indios huarpes, entre sus montañas y precipicios. El viento se encargó de que tus líneas llegaran a los oídos de sus dioses. Un abrazo desde esta parte de América, tan tuya.
(Susana Peiró)



Y continúa el poeta
en su extravío:

Resbalará la vida por la cuesta
se acallarán los gritos
y bailaremos juntos
un tango, una cueca,
una samba o un son tamaulipeco.

¡Amor es mundo!
¡Mundo-Amor!
¡Ay, pisoteado y herido
como antaño!

Estamos ciegos
y los héroes
derramaron, tal vez,
una sangre ociosa.

Ves:
las almas nacientes
se envuelven en la droga.

¡Oh Baudelaire!
¡Oh paraísos artificiales!

Por esta América mía
que está triste
y padece...

Asisto y callo
porque, a veces
hasta el más pequeño gusano
se siente solitario.

Se van secando los ríos.
Se van secando los montes
y de estas ruinas
van naciendo otras ruinas.

¡Por esta América mía
que está triste!

¡Por este polvo denso
en que se asfixia
la serenidad de los sentidos!

El Amazonas se desbordará
y cubrirá la tierra toda
y nadarán las pirañas
y arrasarán a su paso
con bestias y ganado.

Ves:
resbalará la vida
por la cuesta
no bailaremos más...

¡Calla!

que América entera
soy yo.

Y mientras haya
al menos una flor
un germen de flor
una semilla que transporte el viento,
una gota de lluvia que la riegue
un pedazo de tierra que la acoja
América renacerá poderosa.

Lucharé sin desmayo
por esta América mía
que está triste.

Qué del ensueño, de Aurelio González Ovies



Qué del ensueño
si abriéramos sus urnas.
Escaparía la helada...
Habría bastante amor
demasiada metralla
versos y mecedoras
asesinos patriarcas
sonetos enjaulados
nerudas titilando
gobiernos sin domar
veinte desesperados y una canción sin más
recuerdos muy enfermos
traducciones sonámbulas
leyes bastardas
cáscaras de deseos muy dulces
sueños intactos
arpegios fluorescentes
libros arroyando
conceptos
afluentes
palabras de remo
palabras de vapor
palabra de vela
palabras de corriente
palabras
palabras
palabras. Palabra
que al crepúsculo
desnuda
se baña
se depura
en un arroyo
de irrepetibles
aguas.

(C) Aurelio González Ovies
De Tocata y Fuga
Realización:
María García Esperón
Música: Paxarico tú te llamas
Jordi Savall.
MMX

Qué sería de la vida, de Aurelio González Ovies



Qué sería de la vida
sin la palabra hombre
y del hombre
sin su propia palabra.
Cómo podría fundirse
la luz sobre los árboles,
la altura sobre
el vértigo,
la pasión en la carne,
el empeño en el fuego,
la arena en este verso
donde mueren las playas.
Bajaría la nieve
hasta
los campanarios del
silencio.
Distaría el horizonte
como de aquí hasta Bécquer,
como de Homero a mayo.
Habría atletas sudando en sílabas de Olimpia.
Serías tú para mí sinónimo de ayer
de hoy

y de mañana.

(C) Aurelio González Ovies
De Tocata y Fuga
(España)
Realización:
María García Esperón
(México)
2010

Qué sería del amor, de Aurelio González Ovies



Qué sería del amor
si Pablo no llegara a construir
Yolanda
eternamente
palabra.
Palabra que recibe una
noticia
y se muere de pena
palabra mensajera
palabra que recibe una carta
y llora de alegría
palabra donde
bebe
Platero
su reflejo
palabras caserón
con balcones abiertos a un relato de Márquez
y bananos y almendros
palabra con los pechos
descubiertos
palabra enamorada
de su heredad sintáctica
palabra pelirroja
en plena infancia
palabra donde Julia
a pesar de los pesares
baja a limar la vida

palabras
palabras
palabras. Palabra
interrogante
como
el
cuello
muy
tierno
de una jirafa nueva.

Encontraría algo con más cielo
más aire
más geografía
que tú en algún pronombre.


(C) Aurelio González Ovies
De su libro Tocata y Fuga, Trabe, 2004
(España)
Realización:
María García Esperón
(México)
Música: Vals poético, Felipe Villanueva
2010

¿Cuál será tu verso? Una conversación poética de Voz y Mirada


De tu corazón al mío,
con tu alma y la mía
los hombres
han hecho jirones
con que curar las heridas,
heridas de hambre
de ausencias y olvidos.

Asunción Carracedo (España)


Jirones buscan jirones

que en labores colectivas

se adhieren, se entretejen,

se suturan, se consuelan,

y de retales de tu alma y de la mía

cosen almas de una sola pieza,

confeccionan corazones de almazuela.

Cristina Tabolaro (Argentina)


Con este retazo de canción "la poesía es la única verdad"
deslizandome hacia algún lugar
donde los pensamientos se leen
desde el espejo del alma
con duda e inseguridad
por entrar en ese espacio
del silencio y movimiento
de nuestros lenguajes
rematando con este otro trozo de verdad "...yo vivo, yo me dejo vivir... "

Diana Alejandra Morales (Colombia)

Retazos de sombra,
de piadoso olvido,
de memoria clara,
de pan compartido,
del mañana incierto
del hoy fugitivo,
del sueño que siempre
soñaré contigo.

María García Esperón (México)

Intento dejarme vivir
lo procuro, lo decido
mas esos retazos de sombra
esos piadosos olvidos
me lo impiden, no me dejan
dejarme vivir tranquilo.

Marcelo Suárez De Luna (Argentina)

Prefiero soñar

dejarme envolver en la penumbra,

cerrar los ojos a la luz

a la verdad que se cierne

sobre mi solitaria sombra,

prefiero soñar.

María Eugenia Mendoza Arrubarrena (México)



Soñar...
retales de sueños
ir cosiendo
de tu cama a la mía,
puntadas de ilusiones
costuras rematadas
con agujas doradas
e hilos de recuerdos,
hagamos un vestido al cielo
con los sueños más puros
azules claros y ...oscuros

Asunción Carracedo (España)

Blanco de olvidos
triste de atar
un sueño oscuro
rompió a soñar.

Sueña que sueña
se hizo a la mar
tormenta y calma
algas y sal.

Y no despierta
nunca jamás
tan sólo sueña
con despertar.

María García Esperón (México)

deseando estar allí
dónde el otro está
llegar a sus pensamientos
colarse
en sus sentimientos
por la ventana de sus ojos
deslizarse
por el pasillo de su mirada
hasta la alcoba de su corazón
dormirse
en su respiración
y despertar (como un sueño)
en su mente.

Asunción Carracedo (España)

Y allí,
deshojaíto
mi corazón se abrasa
con tu suspiro.

María García Esperón (México)

El verso que añado,
el verso que escribo,
será el verso libre
que tejo contigo,
con el hobre pobre,
con el pobre niño,
con el poeta sabio,
con el sabio amigo
que me anima siempre
a soñar destinos...
Con ellos, los versos
son vivos, sencillos,
no precisan normas,
calificativos,
son versos del alma
y abren los caminos.

Rosa Serdio (España)

Bajo del puente
llora el camino
y por tus ojos
se ahoga el río.

María García Esperón (México)

Los nuevos colores de la vida

Algo que no es verso,
sino nada más
una pesada lágrima oscura





En el salón de clase platicaban los muchachos:

—¿Ya saben sabes cuáles son los nuevos colores de la vida?

— Sí, a mí me gusta el verde Lorca

— A mí el azul Neruda

—Y el amarillo Reyes, ¿qué les parece?

—Ah, ese es como un sol bonito.

Y a ti, preguntaron al amargado de siempre,

el que nunca falta, ¿cuál es tu color?

Aquél levantó la mirada y

dijo a bocajarro:

—Mi color es el negro Haití.

Marco Aurelio Chavezmaya (México)


Vengo del Norte III, de Aurelio González Ovies


Vengo del Norte

III

YO soy el mensajero de los atardeceres,
de las horas granates que apiñan las frambuesas.
Soy la hora que nunca regresará a su sitio.
Soy el conquistador. Soy el atardecer. Vengo del Norte.

El ganado está manso como un pantano de oro
porque el mundo es pastor en esta orilla
desde hace muchos siglos,
yo lo vi merendar manteca y miel silvestre.
Algún día tendremos una casa,
algún día seremos dueños de una pomarada
donde la eternidad despierte con los gallos
y te ayude a peinar a nuestros dos mil hijos.

Vengo del Norte como la blanda niebla
que masticáis vosotros en las bodas del viento,
como el rostro moreno de la brea con que encendéis
los libros de la noche,
como las golondrinas que escapan de las cuadras
al reventar la seta del otoño.

Ella llora porque ha dejado atrás una cruz de violetas
encima de su raza,
porque sabe que aquí ahorcará su memoria
en esta lluvia de árboles que no hubieran nacido.

Los pastos están rotos,
pero traigo un arado con los dedos de un dios
que arañarán la tierra hasta tocar los huesos del primer
enterrado.
Ella rota un molino cada vez que me mira
para pedirme amor entre la hierba alta,
cada vez que me sube a los graneros donde la voz
deposita su harina indescifrable.

Os traigo una noticia envuelta con hojas de castaño,
una noticia fresca
que necesita tiempo debajo del estiércol,
pero será tan grata como la novia nueva
que grita cuando rompen su blanca idolatría.
Ayudadnos a descargar nuestra carreta;
que ella se pose despacio
como una edad que acaba de romperse las piernas
y necesita esclavos para bajar la vida.

Veo que está la noche cantando como un grillo
y que vuestras esposas han encendido el fuego.
Podéis iros,
que el vino sólo tiene un momento como las decisiones.
Mañana volveremos a vernos
cuando el rocío enmarque cristales a otro día
y amanezca de nuevo la palabra distancia.


(C) Aurelio González Ovies

Vengo del Norte en portaldepoesia.com

Vengo del Norte II, de Aurelio González Ovies




Vengo del Norte

II

De dónde soy, me pregunto a veces, de
dónde diablos
vengo, qué día es hoy qué pasa.
Pablo Neruda




VENGO del Norte,
de donde la tristeza tiene forma de alga,
de donde los siglos son muy anfibios todavía,
de donde las grosellas son un veneno puro
para beber un trago cada noche.

Vengo de allí a conquistar paisajes malheridos,
a dar voz a los ecos de estos valles
que nunca se han hablado más que con señas de humo.
Ella viene conmigo,
con todos los caminos enroscados al cuello
y una perla de hambre colgada de su frente.
Quiero vallar aquí la eternidad para todos los míos,
para todos los hombres que desciendan de un padre
carpintero,
para todos los muertos condenados a girar esas aspas
del eterno retorno.

Mirad aquellas tierras, aquellas plantaciones
de pájaros mojados,
mirad aquellas granjas donde todos los días
el sol devora el pan.
Mirad y, por última vez,
podéis llorar al pie de los lechos del trigo
que agoniza.
Porque vengo del Norte,
de donde nunca anidan las cigüeñas
porque las torres tienen que apuntalar el cielo;
de donde el frío habita el carbón de los lápices
y hay una flor gitana que cura el desencanto.

Vengo de allá,
de un paseo marítimo alumbrado con gas de calaveras
y estrellas de carburo.
Ella viene conmigo porque lleva en el vientre
más de doscientas conchas
y un hijo sin edad como los faros.

Ahora la prisa está bajando su marea,
ahora las caracolas tienen un rey de nácar,
ahora cada ola desemboca un destino
y yo os vomitaré un mar
para que nunca más os encontréis solos,
para que los auspicios os lleguen en botellas
y podáis escribir al horizonte.

Vengo del Norte,
y sé un poco del trayecto de la muerte
porque allí desembarcan sus galeras.
Escuchadme y seguidme,
os traigo grana verde de la palabra
que sangran los manzanos
y dentro de unos años nuestra felicidad podrá estar
muy madura.

(C) Aurelio González Ovies

Vengo del Norte en portaldepoesia.com

Realización: María García Esperón
Música: Diálogos, Manolo Sanlúcar.
MMX

Aunque bajo la tierra, de Aurelio González Ovies



Vengo del Norte



Accésit del Premio Adonais 1992

XX

Aunque bajo la tierra

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
Miguel Hernández

ALGÚN día se posarán los pájaros a cantar
en tus brazos,
a descubrir que somos los náufragos del tiempo,
los herederos de una canción de amor
que se escuchaba en las brumas del norte.

Esta es la última primavera que estaremos juntos,
ésta es la última parada que precede al recuerdo,
éste es el tren que sale de la vida
a cada siempre en punto,
ésta es la noche que nos queda para romper en hijos.

Te irás y yo me iré,
pero te llevaré, te llevaré conmigo,
te enterraré conmigo a la sombra de un roble
milenario
y allí tendrás pastores que cuiden tus cenizas
y verás la oquedad montañas
y te despertarán los gallos de los dioses.
Todos los lenguajes quedarán sin tu nombre
y entonces las palabras brotarán en los prados
y arrancarán tus sílabas deshojando te quieros.
Hay alguien en el viento que recoge tu semen
y lo esparce a lo lejos. Hay alguien
que prohíbe tu mortal hermosura.

Te irás como una hora de labranza
dejando surcos llenos y un retorno.
Te irás como un camino hacia las estaciones.

Has sido tantas cosas que quedarán vacíos los sonidos
y morirán los números.
Pero estarás conmigo,
te encontraré un paisaje donde tus ojos crean
que la muerte es la vida en otra parte
con el mismo manzano, la misma casa al norte,
los mismos rostros gratos y el mismo perro.

Algún día los ríos terminarán enteros en tu boca
y molerás de nuevo esa nostalgia que madura en agosto
entorno a los maíces y a las romerías.
Tendrás jóvenes llenos de salud
que adorarán el árbol y encenderán sus fuerzas
en las paganas noches de solsticio.
Tendrás enamorados
y bueyes que carreten su ajuar a otro destino
y bosques silenciosos
y casas encaladas con sus cuadras, su estiércol
y su niño comiendo el primer bocadillo.

Te llevaré conmigo
a una lluvia que caiga sin rozar los balcones
a que se asoma el tiempo
para decir el nombre del que ha sido elegido;
a una noche estrellada
donde sobren los faros y te vean los barcos
desde la lontananza.

Esta es la última vez que te veo llorar
sobre la historia.




(A quienes quiero, ellos lo saben)

(C) Aurelio González Ovies


Vengo del Norte
Edición electrónica en portaldepoesia.com

Incas, los señores de los Andes, por Isabel Bueno Bravo




En el número 65 de la Revista Historia National Geographic -que acaba de llegar a México- aparece un artículo de Isabel Bueno Bravo, Doctora en Historia de América, que es oro del Perú apreciado por una extraordinaria española: Incas, los señores de los Andes.

"En el siglo XV, toda el área andina quedó bajo el dominio de los poderosos soberanos de Cuzco. Los Hijos del Sol impusieron su ley mediante su temible ejército, su vasta red de carreteras y el trabajo obligado de sus súbditos".

Isabel recorre la fascinante historia del imperio inca, los orígenes míticos a cargo de la pareja de hermanos Manco Capac y Mama Ocllo -nacidos a orillas del Lago Titicaca- quienes por órdenes del Sol fundaron la ciudad de Cuzco, hasta el Inca histórico Pachacuti Inca Yupanqui, quien en el siglo XV dio inicio a la expansión del imperio y su hijo Tupac Inca Yupanqui, que reinó sobre territorios de los actuales Ecuador, Bolivia, Chile y Argentina.

Realidades terribles como el sacrificio de prisioneros para celebrar las victorias de Pachacuti, sus cráneos convertidos en vasos para brindar al Sol, los dioses de los vencidos tomados como rehenes, deportaciones de poblaciones enteras a tierras lejanas.

Realidades asombrosas como la victoria del ingenio sobre la geografía, construcción de túneles, escaleras horadadas en la roca, puentes colgantes a más de 5 mil metros de altura, red de caminos cruzados por los veloces chasquis (mensajeros), para mantener comunicado su enorme imperio.

Prácticas de adivinación fascinantes, predicción del futuro a través de las vísceras de las llamas, en la observación del fuego en el brasero sagrado y en el movimiento de las arañas en cautiverio.

Isabel Bueno Bravo posee una mirada privilegiada que lleva a su lector a esos rincones donde la Historia guarda sus tesoros. Leerla es siempre un placer y una inteligente aventura.

Veo luces amarillas, pero huelo a libros (Borges)






Alicia Reyes narra la satisfacción que representó para ella que el Primer Premio Internacional Alfonso Reyes, instituido para honrar la memoria de este mexicano universal, fuera concedido en 1973 a Jorge Luis Borges.

-Casi me cuesta la vida -dice. -Recibía llamadas que me decían que si invitaba a Borges habría fuerzas de choque.

Y Borges bajó del avión, apoyado en su bastón, directamente a los brazos de Alicia, Tikis, como le decía de cariño su abuelo y le siguen diciendo en casa.

Al llegar a la Capilla Alfonsina, Alicia le preguntó a Borges, usando el diminutivo afectuoso inglés que daban amigos y familiares al gran escritor argentino:
-Georgie, ¿qué ves?
Y Borges contestó:
-Veo luces amarillas, pero huelo a libros.

Ruinas de Olimpia, de Aurelio González Ovies



Ruinas de Olimpia

Olimpia. Madrugada. Ya casi
primavera.

Lenta, unta la luz del día su cuerpo
con aceite muy tibio,
como una diosa joven
encaprichada
en un mortal atleta.

Es vida lo que veo, aunque es muy poco:
un olivo, rocío sobre el mármol
y la humana apariencia de la tierra.

(C) Aurelio González Ovies
(España)
Realización:
María García Esperón
(México)
Música: Plainte de Tecmessa, Musique de la Grece antique
Fotos: tripadvisor.es

Amar los libros: Aurelio González Ovies

Amar los libros:
Una infancia necesaria

Aurelio González Ovies


Mi voz es el paisaje
que va echando de menos
las cosas que he perdido.


Gracias por acogerme en estas jornadas. Con esta invitación me confirmáis que escribir no valdrá para arreglar el mundo de la noche a la mañana, no servirá como arma cargada de futuro, como alguien muy bien dijo, pero sí para dar a conocer y compartir lo que somos, lo que vivimos y lo que sentimos. Gracias también por convenir en que quien escribe transmite, de vez en vez, con su mensaje y que el que lee siente como suya, también de cuando en cuando, esa misma palabra. No quisiera aburriros con una lectura muy larga, pues tono de lectura y tintes poéticos han adquirido estos apuntes, pero sí me gustaría deciros de forma muy sincera, y con un tanto de nostalgia, mejor dicho con una pizca de poesía, por qué leo y por qué escribo.


Mi voz es el paisaje
que va echando de menos
las cosas que he perdido.

He nacido en un pueblo
y en el anonimato.

Mi vida se resume en aquel calendario
de números granates
donde mi madre iba
apuntando los partos de las vacas
y visitas al médico.

Fui más feliz que pobre
porque quien no conoce la abundancia
valora las minucias y los pájaros.

Desde niño la hora de las gaviotas
viene siendo mi reino
y el mar un no sé qué
-eternidad dios alma-
donde muero un momento cada día.

Así me veo ahora
cuando ya las gaviotas no conocen mi nombre
y la higuera envejece sobre la sed del pozo.

Mi casa, mis amigos, los míos, los de nadie.

¡Qué pronto somos soledad!



Escribimos porque somos remembranza, porque nada nos permanece y avanzamos tras una expresión que nos transfiera al otro lado de una realidad más duradera que esta realidad de ahora que ya termina donde empieza el después. Necesitamos leer porque en cada transcurso de nuestra vida, desde el principio al fin, alcanzamos sonidos, susurros, voces que nos significan por más que no identifiquemos, murmullos que pueden ser concluyentes y para siempre.

Si algo me incomoda es hablar de mí mismo, pero os aprovecharé como público cercano a mí, pues a la lengua y a la literatura os dedicáis, para contaros un poco de mi poética particular y de quienes me enseñaron a amar los libros, la letra impresa, la palabra en verso.

Necesitamos, desde bien pronto, que alguien nos lea, que alguien nos interprete las lágrimas y la desazón, el miedo y el asombro. Escribimos, algo más tarde, porque recordamos en exceso, por la impotencia de atisbar que, de ahora en ahora, nos vamos dejando atrás, presentemente en pretérito; para endulzar y camuflar esos temores y complejos, esa incertidumbre y ese abatimiento que en un pasado, en el que todo se vuelve menos agrio, ignorábamos y carecían aún de nombre.

Porque retornamos a menudo al paraíso primero, a los orígenes. Porque no quisiéramos haber abandonado la infancia, ese dominio al que nos asomamos como a un tiempo muy feliz, en el que tal vez padecíamos, pero el dolor era menos agudo, mucho menos punzante; en la infancia sufríamos caídas, muchas, pero las pérdidas, por lo general, aún estaban por venir; nada nos ahoga ni nos amarga, al menos visto desde ahora, en nuestros primeros años, y así lo dejo ver en estos versos dictados por ese candil del recuerdo que nos ilumina los buenos momentos perdidos y nos proporciona la palabra alusiva:

Entonces la inocencia.

Entonces yo metía la soledad en botes
y bajaba rodando por los prados en cuesta
y disecaba insectos en cajas de cerillas
y entendía la muerte como el final de un cuento
y esperaba la lluvia con las botas de goma
y me hacía feliz estrenar las libretas.

Entonces me escapaba muchas tardes de casa
y me subía a los pinos y vendía las piñas
y nunca había visto de verdad girasoles
y me parecía lejos lo que estaba muy cerca.

Entonces me sabía entero el Catecismo
pero no me gustaba tener que entrar a misa
y estrenaba por Pascua sandalias y bombachos
y estrenaba en Difuntos pantalones de felpa.

Entonces ya admiraba qué libres son los pájaros
y no quería ir siempre por los mismos caminos.

Entonces no me daban respingo las noticias
ni asco los gusanos ni miedo las culebras
angustia ningún peso.

Entonces, la inocencia.

Qué voy a deciros que no sepáis de lo que han cambiado los tiempos, lo diferente que era todo no hace muchos años: era distinto el paisaje, distintos los días y distinta la vida, y matizo distintos porque, afortunadamente para las generaciones actuales, cualquier pequeñez de hoy se nos hacía muy cuesta arriba entonces y, particularmente, en aquellos mundos tan apartados, tan lejanos, de la urbe.

Y bien conocido es que el deseo, como la ensoñación, es materia prima de la escritura.
Escribimos porque somos carne de deseo, porque nos llama lo perdido, porque ante nuestra mirada es más hermoso y más nuestro lo vivido que lo por venir.
Leemos porque, desde que nacemos, nos entusiasma la sonoridad de las sílabas y su ritmo mágico, sin entenderlo, nos habla, sin descifrarlo nos explica.
Poseer libros propios era difícil y convencer a unos padres humildes, como los míos y los de muchos de mi quinta, de un pueblo medio abandonado como el mío, convencerlos, bien lo recordaréis alguno por experiencia, de que la lectura era necesaria por muchos motivos y porque así nos lo mandaban los maestros, tampoco era tarea fácil. Poco factible porque los recursos económicos eran escasos y había que invertir las horas en trabajar en la tierra y en atender la hacienda, cada uno la suya, unas veces las vacas, otras veces la siembra, y cuando no la leña y la madera y cuando sí los ocles y el cisco de los barcos que llegaba hasta la orilla y que recogíamos, durante tardes enteras, como sustituto del carbón, un bien tan abundante en la región como caro y escaso en nuestros hogares.

Aquello de leer, decía, muy a menudo un pobre tratante de ferias, mi abuelo, no estaba mal, pero era más bien cosa de curas -y los curas pedían mucho-, o cosa de médicos, que cuanto más lejos de uno mejor que mejor; por lo que tanto éstos como aquéllos bastaban y sobraban uno por parroquia.

Mi madre, sin embargo, siempre se mostró muy comprensible y, desde que tengo uso de razón, transparentaba cariño puro y desprendía una sensibilidad como la poesía misma, una palabra humilde, amétrica, pero perdurable, muy imperecedera y definitiva. Ella me animaba y repetía conmigo poemas enteros hasta aprenderlos de carrerilla; me daba las viejas libretas del economato como insinuando que escribiese, que no dejase de escribir, que me sincerara ante una página en blanco con dibujos o palabras que rimaran.

Escribimos, no cabe duda, porque nos confesamos mejor, nos encontramos más protegidos ante el vacío del papel que ante el semblante del prójimo. Necesitamos leer porque lo que no nos decimos a nosotros mismos, lo que no nos descubrimos, otros nos lo revelan y nos acompaña y nos reconforta.
Los pocos regalos que lograba hacernos en esas fechas de compromiso como los cumpleaños o las navidades no podían ir más allá de un libro de recortables, -y bien a desgana, tengo la sensación- del hombre con quien compartía sus días, mi pobre e ingenuo padre-.
Leemos porque recuperamos lo sepultado, reencarnamos esa contemplación incorpórea que duele de vez en vez. Escribimos porque necesitamos convencernos de todo que ha sido cierto y verdadero, pasajero pero real.
Y porque la rememoración linda, aunque no lo parezca, con lo desconocido, con lo venidero, con ese futuro que nos moldea, a posteriori, a tenor de lo que fuimos. Recuerdo un libro, con especial cariño, que mi madre nos puso para la noche de Reyes, El corazón, de Edmundo de Amicis. Era un libro extraordinario, con historias cotidianas y personajes muy humanos, con países lejanos y nombres atractivos, el primer libro con tapas duras que entraba en nuestra casa, plastificado y con un marcapáginas de cordón rojo; un volumen en el que más tarde se basaron y reconstruyeron la televisiva y desdibujada historia de Marco (de los Apeninos a los Andes). Trabajo nos costó a mi hermana y a mí darle fin. Pero mi madre, fiel y noble como nunca dejó de serlo, era la cómplice de un concierto que nosotros, los dos hermanos mayores, guardábamos como oro en paño: el secreto de la lectura a escondidas en medio de la oscuridad, porque dormirse tarde no era cosa de niños pequeños y menos gastar corriente en leer en la cama, un derroche tonto que no llevaba a ningún sitio, ‘ronconeaba’ muy a menudo mi padre, sin pensar, claro está, en lo que predicaba, ni reflexionar, evidentemente, en lo que, sin querer, nos inculcaba.
Con una linterna de pila de petaca, y debajo de las sábanas, deletreaba mi hermana una noche en voz muy baja y yo a la siguiente aquellos relatos hermosos y ensoñadores. Otras veces, nos arreglábamos con una vela en cualquier recodo del comedor o del desván. Y si la luz se iba, que no era nada raro, con un candil de carburo, cuyo olor ácido todavía me resquema en la garganta o una mecha clavada en un corcho y flotando en un vaso de aceite. Nunca hubo un incendio, pero fue de milagro...
Luego llegó la nevera, bastante tarde por cierto, pero con doble uso para nosotros, pues gracias a ella pudimos levantarnos lo más en silencio posible, en alguna que otra ocasión, y deletrear, pasando frío bastante, eso sí, a la luz que, como si de magia se tratara, se encendía sola al abrirle la puerta. Frío, de verdad, mucho frío…
Pero como no hay mal que por bien no venga, en la cama nos esperaba siempre un ladrillo caliente o una botella con agua hirviendo envueltos en papel de periódico y una toalla. Era una calefacción que daba más calor al corazón que al cuerpo, ahora lo reconozco: un calor inolvidable que aún me atempera los sentidos, un calor que me traslada todavía a los orígenes.
Escribimos porque somos, en cualquier caso, el límite de una edad, la frontera de un tiempo que con nosotros se esfuma: CON nosotros terminan las noches junto al fuego.

A la cena seguían las manzanas asadas. Y en las sábanas húmedas, mi madre nos ponía ladrillos muy calientes envueltos, a los pies, en una toalla. Hubo noches muy cortas. Y noches terriblemente largas. No obstante, por seguir con los refranes, el que no se consuela es porque no quiere, decía mi abuela, y ante la carencia de una mínima biblioteca doméstica gocé la suerte de escuchar todavía mucha literatura oral, de esa que va de pueblo en pueblo, anda de boca en boca y a punto está de extinguirse, si no la recogemos por escrito o la conservamos con la atención y el respeto que requiere. Sobre todo recuerdo las narraciones de José, vecino y exnavegante, un carpintero que hacía chalanas y que trabajaba la madera como nadie, muy amigo mío, que vivía enfrente, en una casa grande con palmera y aljibe y que había recorrido todos los mares y había dado vuelta al mundo muchas veces. No se me olvidarán jamás sus dedos deslizándose por los mapas de un viejo atlas, en el que me describía los trayectos y me hablaba de peligros y monstruos y aventura.

Los buenos domingos y las primeras bocanadas de humo de mi niñez se los debo a él, al igual que los nudos marineros que me enseñó, los océanos y los cabos y los números hasta el doscientos catorce. Nunca, que yo recuerde, faltó a nuestra cita y todas las tardes del domingo, de primavera y verano, después de comer, sobre un muro de piedra que daba a la carretera y con dos tablas y un lápiz de carpintero íbamos apuntando con una raya los coches que iban y venían -casi todos Seiscientos, Simcas y 1500-.
El objetivo era que, a eso de las ocho, los resultados, el suyo y el mío, fueran exactos: doscientos catorce coches, un récord de agosto. Lo sé porque hace unos años, cuando los parientes desmantelaban su taller de carpintería para convertirlo en bodega aparecieron tres o cuatro tablillas con nuestras cuentas.

Con José, a menudo lo reconozco, aprendí las muchas caras del conformismo y el valor de la amistad y la fidelidad. Un día me contó, y yo me lo creí, que siendo él muy joven, allá por las Américas, se enamoró de una mujer muy hermosa sin saber ni importarle quién era, que se habían reunido con frecuencia en la cómplice oscuridad de la noche, en un jardín recóndito donde cantaba siempre el mismo pájaro y que todo marchaba “viento en popa” hasta que una tarde, a la hora de la cita, la muchacha no acudió.
La buscó y solicitó por todas partes, preguntando por ella a todo el que encontraba de camino, pero nadie supo decirle ni palabra de aquella joven a la que él tanto quería. Después de caminar la ciudad de arriba a abajo, por las descripciones que, muy desesperado, pudo dar, una anciana le aseguró que aquélla a la que buscaba era una princesa, la joven Yasmín, la más bella de todos los alrededores, pero también la más inalcanzable, pues que solamente podría acercase a ella y conquistarla para siempre, según edicto del rey, su padre, si le llevaba una rosa roja.
Recorrió los trópicos a lo largo y ancho, pero vanos fueron todos los intentos, pues las rosas en aquellos parajes, según me contaba, florecían solamente blancas y amarillas. Triste y sin salida, lejos de su tierra, volvió al jardín donde solían verse, e impotente contó sus angustias a aquel ruiseñor que cantaba, el único que en aquellos inmensos y ajenos mundos parecía querer escuchar sus penas.
-Vete, -le respondió el ruiseñor- y asegúrale a ese rey intolerante que mañana a primera, tan pronto como amanezca, allí estarás con la rosa roja más bonita que haya visto jamás. Que Yasmín será para ti, por encima de todo. Luego vuelve aquí enseguida, que yo estaré esperándote. Así lo hizo. Visitó al rey con la buena noticia, partió de nuevo y cuando regresó al jardín encontró al ruiseñor con el cuello clavado en la espina de un rosal que gracias a su sangre lucía dos rosas rojas.
Nunca supe el final por boca suya, pero su mujer verdadera se llamaba Inés y ni era princesa ni su nombre Yasmín. Más tarde, he de reconocer que me desilusionó bastante, encontré versiones muy parecidas a aquella historia en las colecciones de cuentos tradicionales que había en la escuela.
-Para que veas, me decía limpiándose las lágrimas con los puños de la camisa, para que veas qué fieles son los animales y los amigos que lo dan todo a cambio de nada-.

Yo me creí la fábula durante muchos años y algo ha permanecido dentro de mí que a menudo me asalta todavía y me entristece como un desengaño. Escribimos porque somos tan tópicos que necesitamos desdoblarnos en lo que somos y lo que fuimos, actualizarnos de pasado continuo, restaurar los recuerdos y las emociones, ponerlos en boca del entonces.
Recuerdo aquellas tardes como unas de las mejores lecturas de mi vida. Y me hicieron creer que en nuestra infancia siempre hay una persona anciana que nos parece un mago o un dios, y que desaparece de nuestras vidas para no decepcionarnos al crecer y comprobar que no es más que un ser humano de carne y hueso. A él le escribí este poema:

Y entonces se limpiaba las lágrimas con los puños de su camisa.
Hablaba de los barcos,
de baúles cargados, de las tormentas
de su casa de América con palmeras y aljibes y potos gigantísimos;
recordaba a las indias con su piel de coral y se callaba
–quizás un nombre propio, muy moreno–
y se quedaba absorto al paso de las nubes,
indetenible viaje de las nubes,
y lloraba en silencio porque el recuerdo estaba vivo,
en el hombre sin nada, sin nadie, sin sí mismo.
Nos admiraba su sabiduría en las tardes vacías
del domingo, nos intrigaban su voz,
sus lentes, sus manos como nudos,
su tanta vejez achiquillada.
Siempre hay en nuestro origen algún sabio
que muere por no decepcionarnos.

Escribimos para experimentarnos, para experimentar e inmortalizar las verdades que fueron realidad junto a nosotros, para eternizar su vigencia, para sobrevivir e imaginar el mundo, ese mundo que no cambia, a nuestra imagen y semejanza.
Escribimos para ser siempre un poco el nosotros que hemos sido y no perder jamás la imposible posibilidad de regreso. Y considero que todas las verdades en las que creo, me las han enseñado aquellos seres que eran entrañables y sinceras como las páginas de un libro, que pasan, pero que no se borran de nuestra memoria porque nos han transmitido lo más precioso de la vida: esas cuatro verdades como la ilusión y el cariño y el amor y la fe en todas ellas.

Tanto él como mi madre, sin preparación académica ninguna pero con mucho bagaje, ternura y honestidad, me desvelaron que en los cuentos, en particular, y en la literatura en general, subyacen y se esconden los deseos de los hombres, lo que somos y lo que pretendemos, lo que buscamos y lo que no nos conocemos, lo que quisiéramos haber escrito y sentido ante la incapacidad de experimentarlo.
Ellos, con palabras tan corrientes y sencillas como profundas y universales, vinieron a decirme que leer es vivir las historias de otros, reconocernos y regocijarnos en ellas, y que si en la vida no soñamos desperdiciamos un cincuenta por ciento muy valioso. Luego más tarde, hojeando manuales de estudiosos muy célebres, encontré muy parecidas afirmaciones: definiciones como que leer supone identificarse con lo leído; abrir el paréntesis de la imaginación. O que leer es salir transformado, cambiado, de una experiencia de vida para a continuación esperar algo nuevo. Pero sigo creyendo que es mucho más verdadero decir, como lo hacía mi madre, que leer es bueno para saber soñar y para ser un mundo propio, una persona “de a pie”, particular pero universal, único pero infinito. Que ilusionarse y tomar una actitud frente a la vida traen, por lo general, el final más feliz.

Gracias a ese pueblo de pescadores y gente de campo y a sus tardes tranquilas, en las que vuelvo a repetir que un libro era un tesoro, un día, por medio de una biblioteca que los maestros fueron construyendo con gran esfuerzo, que empezó siendo nada y llegó a ser bastante, vino a mis manos la obra de un poeta que nunca he separado de mí, Miguel Hernández, un hombre también de un lugar pequeño, Orihuela, cuya vida ‘ordinaria’ y diaria, entre cabras y genistas, me confirmaba que todo, hasta lo más inalcanzable, puede conseguirse a base de constancia, lucha y confianza en uno mismo y en los demás.
Lo recitaba una y otra vez, durante tardes enteras, en lo alto de Llumeres, frente al viejo faro del Cabo Peñas. Me entusiasmó y cuanto más lo leí más me fascinó la poesía que yo ya conocía, pero de otra manera, a través de una grandísima poeta para niños y mayores: Gloria Fuertes. Jamás me abandonaron, mi homenaje a ellos, siempre:

Me ha costado mis años
llegar a escribir
soy
siento.
Estoy aquí
y percibo
la grandeza del día,
su dimensión azul,
mi transparencia.
Se lo debo a los nombres
que tanto me llamaron.
Se lo debo a la infancia
y a su fosforescencia.
Se lo debo a los árboles
que crecieron conmigo.
Y a los versos que un hombre,
pastor en Orihuela,
dejó sobre la vida,
llegaron a mis manos,
giraron en mis ojos,
filtraron en mi voz.
Y, corazón arriba,
reconocimos juntos la belleza.

Empecé a escribir, mejor dicho, a imitar, y con los contados duros que durante los meses de primavera a verano saqué de vender piñas, algas y caracoles, me hice con mis dos primeros libros de Neruda y Juan Ramón Jiménez, de la colección Losada, a los que enseguida puse mi rúbrica en la primera página, así como una Biblia que repasé sin tregua, atrapado, en especial, El Antiguo Testamento.

Escribí durante mucho tiempo, y aún los conservo, en unos cuadernillos que mi madre, -comprobaréis que no dejo de nombrarla porque se lo debo todo- me cosía con papel de estraza, de los cartuchos en que empaquetaban antiguamente en las tiendas -¡bastante caras eran ya las libretas de la escuela y aquello de la poesía no parecía más que un entretenimiento, la verdad sea dicha!-. A ella le gustaban todos los poemas que yo le enseñaba, por malos y estrambóticos que pudieran ser. Y siempre encontraba una palabra buena y animosa con la que alabármelos.
Por eso mantengo que ella fue el mejor cuento y la mejor gramática, sin menospreciar la figura de mi padre, personaje más en la sombra y ausente muchos días, debido a su oficio de conductor de camiones. Mi madre, una mujer intachable, y no por seguir el tópico ni la hipérbole; una mujer que sacaba agua del desierto, que no vivió por vivirnos, que hacía milagros abundantes con la escasez de casa, una mujer, como la que describo en el poema “Los panes y los peces”:

Algo tenían sus manos
como de brote o pozo,
y aunque faltara el agua
nos mojaban la sed.

Y aunque el sol no saliera,
tocarla, iluminaba.

Y aunque hubiera muy poco
y fueran días tan duros
y los meses tan largos
y todas nuestras bocas...
se restaba a sí misma-tuvo que ser así-,
con tal de que a nosotros
ilusiones y fruta, sueños y ropa nueva
se nos multiplicaran.

Ellos me concienciaron, como los mejores volúmenes y enciclopedias, de que en la vida es tan importante y provechoso asumir el fracaso como recoger la victoria; de que es imprescindible aceptarse derrotado muchas veces antes de un triunfo o una meta. Me aleccionaron, como luego lo hicieron Sancho y Don Quijote, para en ocasiones ‘echar morro al asunto’, como se dice ahora, y salir a la vida creyendo en utopías y ‘descornarme’ contra ellas.

Incapaz sería de confesar cuántas veces deseé encontrarme con Peter Pan en cualquier bosque de los que me rodeaban y cuántas me sirvió de ayuda saber que alguien, inexistente o no, sentía lo mismo que yo estaba viviendo, pensaba lo mismo que a mí me pasaba por la cabeza, se alimentaba de tantas utopías como las que yo iba recopilando...

A mi familia, lo más nuestro que alcanzamos, pues lo demás, con la misma facilidad que lo encontramos en el camino, con esa misma facilidad solemos perderlo, a esa familia de casa y de sangre, le dediqué muchos poemas. Poesía y autobiografía son, compaginan, perfectamente, forman como un constituyente imperecedero con el que solidifican los valores y acontecimientos que nos conducen y nos definen.
Uno de los primeros, con el que rompo ese pudor de sincerarme y no embarcarme en brazos de rebuscadas metáforas ni escapismos, habla así:


Usted seguro que ha sentido vergüenza alguna vez
al decir que en su cuarto caía una gotera
o que su pobre madre le hacía el bocadillo
siempre de natas con azúcar
-son cosas de la vida-.
Confieso que en mi casa el olor a humedad
era casi entrañable
y todos los domingos se comían garbanzos,
salvo en alguna fecha señalada.
Que lloré muchas veces por no querer llevar
los jerseys con coderas
o no tener un lápiz con enanito arriba.
Confieso que la ropa nos la daban los primos
que ahora son albañiles
y que nuestra familia se rompió por la herencia
de unos metros cuadrados de baldosas con taras
-son cosas de la vida-.
Que, a escondidas de todos y hasta los siete años,
tuve el chupete debajo de la almohada.
Confieso que los míos son personas sencillas:
usted sospecha que hablo de un padre que no sabe
lavarse bien los dientes,
de una mujer que escribe con mala ortografía,
de unos hermanos fieles como la misma sangre
y una casa que huele, cada vez que entro en ella,
a las húmedas manos de la melancolía.

Confieso que he nacido donde hubiera elegido
por encima de todo
cada vez que naciera.


Escribir, en definitiva, es lo mismo y la consecuencia de leer, pues leer y escribir se requieren y complementan; es sinónimo de desear; es intentar no dejar cosas ni idealizadas ni por hacer en el trayecto de la vida, que, en resumidas cuentas, se nos queda corta. Escribir es contar lo más hermoso que nos ha sucedido, lo más imborrable, bueno o malo, que padecemos y lo más grande que quisiéramos que aconteciese. Para mí es lo mismo: escribir es vivir de lo que imaginamos; recordar lo muerto y soñarlo vivo; escribir es imprescindible para transformar el sistema que nos imponen, ajustarlo a nuestras querencias. Y sirve para esperar, para echar de menos, para decir quiénes somos y preguntárnoslo y para conformarse con lo puesto, que es más que suficiente, pues presiento que la abundancia y el exceso de todo lo prescindible nos está haciendo pobres en lo más esencial.
Escribir posibilita lo imposible, preserva lo vaporoso, vigoriza el desaliento y nos hace transitables las rutas irrealizables, aquéllas que nos acercan a nuestra esencia, pues ¿dónde más luz; en qué lugar nombres más afectuosos?:

Y es que aunque nada puede
detenerse,
he sido tan feliz que es suficiente. Bajo
la tarde, aquí, recuerdo
ahora
la vida transcurriendo
como fruta brillante. Las fieles golondrinas
girando hasta la cuadra y el olor
de la hierba.
-Mi madre era tan joven…-

Existió todo en mí. El cariño y la infancia
como un pan abundante,
los rayos del verano entrando
hasta la siesta. El nombre los pájaros,
su canto. Las luciérnagas,
su silencio encendido sobre las noches
largas.

Ha sido tan verdad que ya es bastante.
Más allá, los postes de la luz,
los maizales,
y el mundo se acababa.


Y también en estos otros, domésticos y sencillos, como yo entiendo la poesía y como mis raíces, y más o menos de la misma época, vienen a justificar por qué leo y porque escribo, porque así aún puedo sentirme por unos instantes aquél que fui y aquél que me fueron haciendo.
Escribimos, en definitiva, para dejar constancia, huella, para no morir del todo, como Horacio pretendía, por más que sea en una escueta página, aunque sea en un verso precario. Buscamos, en palabras de Miguel Florián, origen y fundamento, permanencia y continuidad, y afán por enunciar, por contener lo fugaz en nuestros labios, debe tener algún sentido.
Mientras somos, mientras nos sostenemos sobre el tumulto de lo efímero, nos es posible evocar lo que fuimos, movernos entre los fragmentos del pasado, haciendo posible la conjunción de lo múltiple en la unidad de la conciencia; y acceder al ensueño de lo atemporal, para recuperar, adérmicos, aquella estación inicial de la inocencia:

Yo también masticaba la cal de las paredes
en las tardes de agosto
y creía que sólo se moría en invierno
y no entendía por qué cada vuelta del mundo envejecía a mi madre.
Estuve enamorado de una araña grandísima que vivía en una grieta
de la puerta
y hacía competiciones de gusanos.
El cielo me parecía una carpa gigante
y cuando vi pasar los primeros aviones los ojos se me abrieron
como dos libertades.
Mi padre me enseñó a comprender el viento,
a predecir la lluvia en la piel de los árboles
y por eso he tenido siempre miedo al futuro.
De pequeño, además, yo quería ser gitano
para tener un burro, entre otras muchas cosas,
y caminar descalzo.
Pero la vida nunca acepta nuestros ruegos
y me gustó el latín no sé por qué motivo
y aquí estoy enseñando lo que a veces no entiendo.
¿Qué voy a decir yo de la palabra hombre?,
¿cómo puedo explicar que para que haya historia
hubo que desde siempre ir matando o muriendo?
Conseguí ser mayor y me quité estos vicios a pesar de mí mismo:
y me conformo y callo y voy tirando
y echo de menos mucho la araña de la grieta
y el olor de la cal me es como de familia.
Aprendí, como todos, a amar lo que no amo,
y a hacer, según la norma, lo que todos hacían.




Todo retorna a nuestros labios, porque todo, al cabo, cabe en nuestros versos y así, más pronto o más tarde “todo regresará, pero nunca lo mismo”. Que no se extinga el poema. Que no mueran los libros. Necesitamos leer, escribir. Necesitamos libros que nos acerquen a la libertad, que nos desgajen la realidad en múltiples realidades irreales.
Necesitamos libros: libros para enamorar hasta lo eterno las manos que los abren; libros donde lo peor nunca esté por llegar; libros para que el mundo no siga en esta línea, para que la enredadera de la voz trepe sin tregua por la espalda de una página; para que no se apaguen del todo los sueños ni la delación; para que no se extingan por completo el eco ni la noche; para que permanezcan los débiles tendidos de la comunicación.
Libros en heredad, donde la tierra preserve un párrafo que dé a la mar, desde donde esparcir sus cenizas y nuestros restos. Libros donde el error y la sinrazón irradien en los embalses de la memoria como una cima majestuosa.
Libros para que los jóvenes y el mañana imaginen el oro en la luz de una mirada; y sepan dónde encontrarse con el acierto, cuándo coincidir en la impuntualidad; cómo decir lo que jamás se habla, cómo expresar lo que se callaría definitivamente.
Libros donde un tirano se arrepiente sobre el borrado boceto de una rosa y llora por los siglos de los siglos. Libros para reverdecer, para no impedir que los caballos de la libertad relinchen y galopen entre la grama y la pradería de un verso; ni que el pájaro carpintero taladre por abril los troncos infinitos del lenguaje. Para que las orugas absorban fosforescencia en sílabas medicinales; y los gatos maúllen sobre las chimeneas de oraciones en luna llena. Libros en los que los grillos puedan resguardar sus recónditas cuevas; y la naturaleza incubar sus ciclos transitivos.
Libros plagados de verano y frescura de higueras; desde donde vuelen los gansos y emigren los hipérbaton; libros ilegítimos, de mayúsculas insolentes y transgresoras; terminantes libros escarpados, creados para precipitarse al vacío desde su intensidad.
Libros escritos desde la lluvia, encuadernados con río, traducidos en azul y al viento, rubricados por la extrañeza y sus impactos.
Libros para los arroyos de la ternura. Para dragar los estanques de la historia y derribar sus ancestrales estatuas de cántaros y caños de sangre.
Libros abrevadero en los que la armonía gotee y en sus ondas se vean reflejadas las bestias como un remordimiento y se espanten y huyan a decapitarse en un índice.
Libros donde el sol mantenga su propio horario y el laurel arome las metáforas. Donde el idioma prenda y ocasione vocablos asombrosos, esbeltos como cipreses.
Libros de amor en rama, con el éxtasis de un instante y su presencia eterna; libros silvestres, afrutados, con miel adjetival y amargas bayas de suicidio. Libros para que jamás se haga jamás; que nos devuelvan lo que ignoramos.
Para arder en deseos y anhelar entrar en quienes sienten como nosotros, quienes parecen un espejo de nosotros. Donde volvamos a nacer al pronunciar un enunciado inexistente. Libros con patios a la literatura y a sus pérgolas de sintaxis envejecida.
Libros hermosos, con desinencias y trayectos hacia reinos deliciosos; donde nos espere lo que no sucede a tiempo o lo que termina de forma irremediable. Libros tránsito para enseñar a morir de otras muertes y aprender vidas inconcebibles. Libros con la misma y única maquinaria del corazón, perfecta y quebradiza. Libros como agua, indispensables para la sed humana. Cálidos, como el vaho de los animales en las cuadras; inolvidables como la primera vez de cualquier vez primera. Libros para una segunda oportunidad y para una despedida que no tuvo lugar. Libros con bifurcaciones e indicadores lo inverosímil. Por donde podamos desfilar hasta abrazar los brazos abiertos de los antepasados. Libros inamovibles y horizontales como la compostura de los difuntos. Invadidos de ahogo como una boca colmada de terreno. Sinónimos de la locura y sus extravagancias clarividentes.
Dementes libros bondadosos, al fondo del fondo, donde arde la tenue vela de la verdad.

Libros como desiertos que nos cieguen con borrascas de arena. Libros con arresto y brújulas para saber a qué distancia aproximarnos en los turnos de desamparo; con provincias y parajes y el solo soplo de la brisa y la flor que deshoja de los manzanos. Libros intransigentes, con la virtud de los vicios, contrarios a toda sustancia; poemas adictos a espirales de encabalgamientos indómitos; poemas encabalgados desde aquí abajo, donde se acaba el universo, hasta el allá, en ciernes, donde comienza la cordura.
Libros.
Con el desenlace de lo que nunca sería del todo.

Conferencia pronunciada en el XVI Simposio de la Asociación de profesores de español Gerardo Diego. Santander. 18 de octubre de 2008.

Fuente: Federación de Asociaciones de Profesores de Español
www.faspe.org

Muchacha enamorada (Atenas), de Aurelio González Ovies




Muchacha enamorada


Fue en el Museo, en Atenas,
una hermosa muchacha
sobre el mármol
-realidad un día-
se ataba su sandalia.
No sé..., pero en sus brazos,
en el gesto tan dulce de su cara,
-la leve inclinación
de sus caderas,
los pliegues de su túnica
o sus labios brillantes-,
reconocí que estaba
enamorada.

Aurelio González Ovies

Área de prioridades, de Aurelio González Ovies



Área de prioridades

De nada vale decir
aquí estoy yo,
gobierno y mando,
si al pasar por Castilla
y ver el sol crujiendo tras
los olmos,
uno no sabe dar gracias a Machado.
De nada sirve
montar revoluciones, modernizar
las leyes,
si al entrar en Moguer y abrir sus muros
blancos,
uno no escucha, como un geranio púrpura,
la voz en los balcones de Juan Ramón
Jiménez.
Muy poco importa
marcharse tan de prisa a tantas partes
a todas a ninguna,
sin pararse una vez, y al coger nuevo
aliento y mirar el camino,
sentir sobre la piel: Palabras
para Julia.
Sin duda alguna,
España no va bien, como el resto
del mundo y el fondo de la vida.
Necesitamos agua, pan, un poco
de esperanza. Y poesía.

(C) Aurelio González Ovies
(España)
Voz: María García Esperón
(México)
Música: Mateo Carcassi (Etude in A major) Intérprete: Rita Honti
2010

Quetzalcóatl en la mirada de María Zambrano

Composición: MGE

En su número correspondiente a marzo-abril de 1964, Cuadernos Americanos publicó un artículo llamado "El camino de Quetzalcóatl". Está firmado por María Zambrano.

En él, la filósofa española considera la figura del hombre-dios como aparece en el libro de Laurette Séjourné, El Universo de Quetzalcoátl, del que expresa:

"es una muestra, una muestra ejemplar, del género de mirada que felizmente capta y hace visible un trozo de "realidad", no solamente remota sino un tanto sumergida".

La figura de Quetzalcóatl está sumergida, es parte de una especie de Atlántida que solamente pueden hacer brotar a la superficie miradas como la de Séjourné, palabras como las de Zambrano:

"Ningún 'dios' en realidad, puede ser resucitado él solo (...) Y así no tenía muchas probabilidades de salir de nuevo a la luz un dios tan luminoso como Quetzalcóatl, mientras la antigua cultura de la que fue guía y centro no comenzase a encontrar espacio y atención en la mente y la conciencia actuales".

María Zambrano contempla a Quetzalcóatl desde la perspectiva auroral que caracteriza a su filosofía y lo describe con una de las expresiones más bellas que se hayan asociado al hombre-dios:

"La Serpiente Emplumada es una figura nupcial"

Figura nupcial.

Nupcias de la tierra oscura -la serpiente- con la luz -las alas, el vuelo- que se cumplen con el sacrificio del corazón. El yólotl náhuatl, la palabra realidad en cuya raíz late otra palabra-realidad nahua: ollin, movimiento... El corazón, nos revela la mirada de Zambrano sobre el Quetzalcóatl de Séjourné, no es una caverna, no es una cavidad, es un ímpetu. Por su movimiento, por su ímpetu, el corazón del hombre Quetzalcóatl descubre en el sacrificio una nueva dimensión en lo humano, se transfigura y triunfa. "Y entonces viene a resultar que el hombre de algún modo toca lo divino"...

Y transitando por las páginas de Séjourné, María Zambrano toca la esencia ardiente de la historia de Quetzalcóatl, de su caída, de su sacrificio, de su triunfo. El hombre, para realizarse plenamente como hombre, se convierte en algo más, "que no hay más remedio que llamar divino".

Uno de los títulos de Quetzalcoátl es el de Tlahiuizcalpantecuhtli, el "Señor de la Aurora". Dijimos que el de Zambrano es un pensamiento auroral que se origina donde el sol se levanta. Llevada por esa luz, siempre naciente, la mirada de Zambrano cierra la especie de libro pintado de Séjourné y en los últimos párrafos del artículo de 1964 arriba al superhombre de Nietzsche, "el superhombre, una de las criaturas que más hayan recibido sobre sí las peores sombras".

Nietzsche, nos dice la filósofa, padeció la pasión de la luz, se sintió transformado en ella y escribió en el prólogo de Aurora haber querido solamente la eternidad. Desde la mirada Séjourné sobre el luminoso Quetzalcóatl, Zambrano nos presenta a Nietzsche que a su vez "se presenta como una víctima en busca de sacrificio; de un sacrificio que le engendre a sí mismo y a ese nuevo hombre, que sería ya un cuerpo enteramente luminoso".

Como Quetzalcóatl, el Divino Gemelo, el Señor de la Aurora, la Serpiente Emplumada, la Figura Nupcial...

La felicidad misteriosa: sobre un poema de Cristina Tabolaro



Para Cristina Tabolaro, naturalmente


"...Redescubriéndome acompañada, caminando bajo la lluvia a la vera del río, puse presencia al Amor ausente, puse presencia a la lluvia, y con ello le conferí identidad. La lluvia siguiente a esa lluvia, sin esa compañía, la sentí como ese manojo de ausencias que sólo se advierten cuando hay un otro presente.
(Cristina Tabolaro)


La expresión poética que surge en las páginas de un blog se caracteriza en primer lugar por su sinceridad. Porque como el medio es el mensaje, un blog es un diario personal y es a las páginas de nuestros diarios donde confiamos nuestros pensamientos íntimos, los sentimientos que a pesar de su fragilidad y transitoriedad han estado a punto de ahogarnos o de detener el latido de nuestro corazón. Renacemos muchas veces gracias a esas letras que hemos anotado, mediante las que formulamos un nuevo estado de nuestra conciencia.

Pero el diario escrito en un blog no se esconde debajo de la almohada, ni en el fondo del cajón. Es una publicación hecha y derecha, es un libro poliédrico y polifónico, que contagia a los demás blogs su estilo e inquietudes y se contagia de los demás. Este caminar juntos, este leer y leerse de los autores de blogs añade a la sinceridad otra característica: un ser-para-otro.

Y la frecuentación de esta escribanía electrónica propicia muchas veces a los autores -y a sus lectores- momentos de síntesis poética, el arribar a una lograda forma estética como es el caso del poema Identidad, de la poeta y blogger argentina Cristina Tabolaro, publicado en su espacio Parir Palabras.

Te busco
en charcos
que no pueden mojar
en gotas
que no saben caer
en viento
que agoniza sin soplar.
Te espero
en infinitos muelles
de un río que no es.
Llueve,
sin llover.
Hoy no estás,
y la lluvia
ha perdido identidad.

Si la poesía, con Gastón Bachelard es "una metafísica instantánea", Identidad es un ejemplo elocuente de esta condición. La experiencia de la ausencia, que es el sustrato existencial del poema, es llevado por la poeta a un tiempo sin lugar y un lugar sin tiempo cuajado de realidades elementales y a la vez simbólicas (el viento, la lluvia, el río, el muelle) donde el ser pleno es posible.

Y cuando el ser pleno es posible -en los territorios del arte y de la mística- ocurre la felicidad en su más intensa vivencia. Una felicidad misteriosa, porque se levanta en el vacío de la presencia del ser amado, porque es conciencia de soledad, porque pone un signo de interrogación, de duda sobre la existencia elemental del río, sobre el ser de la lluvia y del viento, sobre la capacidad de humedecer del agua.

Poner presencia al Amor ausente, como ha hecho Cristina Tabolaro, es la esencia de la expresión poética: pura actitud creadora, tejedora de universos a partir de la nada. Cuando el Ser que se es hizo la nada... dijo Antonio Machado en su Poema al Gran Cero, y reposó, que bien lo merecía, /ya tuvo el día noche, y compañía/ tuvo el hombre en la ausencia de la amada.

Es el descubrimiento de la ausencia acompañada la que dispara la felicidad misteriosa que es la nervadura del poema. Padecemos nuestra propia sinceridad y nuestro ser-para-otro, pero es en este padecer que nos vamos creando, que nos vamos escribiendo -aunque a veces lo hagamos sin letras. Al padecer la sombra y la ausencia creamos la luz y la compañía y habitamos el misterio de la felicidad, nuestra obra.

Atenea Política



Repetir los nombres de las divinidades es una forma elemental de la plegaria.
(Alfonso Reyes)

En su ensayo Atenea Política, de 1932, Alfonso Reyes habla de la asimilación del pasado para asegurar el presente. La tradición, la cultura, asimilados y comprendidos en la construcción de sociedades de la Memoria. Pero de una Memoria activa y fluyente, prospectiva y discreta.

Los proyectos políticos que abarcan mayor cantidad de historia, de tradición y de cultura son más tolerantes y favorecen la libertad individual y la educación en los valores y en la prosecución de la verdad y la belleza.
Son los valores de la polis. La polis arquetípica, presidida por la diosa Atenea, la deidad más radiante del panteón griego, de peplo rozagante, que lleva la Égida, como el padre Zeus.

Alfonso Reyes desgrana al final del ensayo algunos de los muchos nombres de la ojiglauca: Polías o política, Sthenias o poderosa, Areia o guerrera, Promacos, campeadora... pero también Ergane o industriosa, Kourótrofos o nutricia y Bouleia, la que se sienta en el consejo y pone en el pecho de los héroes la prudencia y el valor.

Diosa de los inteligentes. Diosa de la ciudad. Diosa de la Polis. Atenea Política.

Foto: Atenea en el Museo de Antropología de la Ciudad de México. (MGE)


maria.garciaesperon@gmail.com

La puerta del 2010

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La raíz profunda

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Mi abuelo Moctezuma habla en España

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