Amar los libros: Aurelio González Ovies

Amar los libros:
Una infancia necesaria

Aurelio González Ovies


Mi voz es el paisaje
que va echando de menos
las cosas que he perdido.


Gracias por acogerme en estas jornadas. Con esta invitación me confirmáis que escribir no valdrá para arreglar el mundo de la noche a la mañana, no servirá como arma cargada de futuro, como alguien muy bien dijo, pero sí para dar a conocer y compartir lo que somos, lo que vivimos y lo que sentimos. Gracias también por convenir en que quien escribe transmite, de vez en vez, con su mensaje y que el que lee siente como suya, también de cuando en cuando, esa misma palabra. No quisiera aburriros con una lectura muy larga, pues tono de lectura y tintes poéticos han adquirido estos apuntes, pero sí me gustaría deciros de forma muy sincera, y con un tanto de nostalgia, mejor dicho con una pizca de poesía, por qué leo y por qué escribo.


Mi voz es el paisaje
que va echando de menos
las cosas que he perdido.

He nacido en un pueblo
y en el anonimato.

Mi vida se resume en aquel calendario
de números granates
donde mi madre iba
apuntando los partos de las vacas
y visitas al médico.

Fui más feliz que pobre
porque quien no conoce la abundancia
valora las minucias y los pájaros.

Desde niño la hora de las gaviotas
viene siendo mi reino
y el mar un no sé qué
-eternidad dios alma-
donde muero un momento cada día.

Así me veo ahora
cuando ya las gaviotas no conocen mi nombre
y la higuera envejece sobre la sed del pozo.

Mi casa, mis amigos, los míos, los de nadie.

¡Qué pronto somos soledad!



Escribimos porque somos remembranza, porque nada nos permanece y avanzamos tras una expresión que nos transfiera al otro lado de una realidad más duradera que esta realidad de ahora que ya termina donde empieza el después. Necesitamos leer porque en cada transcurso de nuestra vida, desde el principio al fin, alcanzamos sonidos, susurros, voces que nos significan por más que no identifiquemos, murmullos que pueden ser concluyentes y para siempre.

Si algo me incomoda es hablar de mí mismo, pero os aprovecharé como público cercano a mí, pues a la lengua y a la literatura os dedicáis, para contaros un poco de mi poética particular y de quienes me enseñaron a amar los libros, la letra impresa, la palabra en verso.

Necesitamos, desde bien pronto, que alguien nos lea, que alguien nos interprete las lágrimas y la desazón, el miedo y el asombro. Escribimos, algo más tarde, porque recordamos en exceso, por la impotencia de atisbar que, de ahora en ahora, nos vamos dejando atrás, presentemente en pretérito; para endulzar y camuflar esos temores y complejos, esa incertidumbre y ese abatimiento que en un pasado, en el que todo se vuelve menos agrio, ignorábamos y carecían aún de nombre.

Porque retornamos a menudo al paraíso primero, a los orígenes. Porque no quisiéramos haber abandonado la infancia, ese dominio al que nos asomamos como a un tiempo muy feliz, en el que tal vez padecíamos, pero el dolor era menos agudo, mucho menos punzante; en la infancia sufríamos caídas, muchas, pero las pérdidas, por lo general, aún estaban por venir; nada nos ahoga ni nos amarga, al menos visto desde ahora, en nuestros primeros años, y así lo dejo ver en estos versos dictados por ese candil del recuerdo que nos ilumina los buenos momentos perdidos y nos proporciona la palabra alusiva:

Entonces la inocencia.

Entonces yo metía la soledad en botes
y bajaba rodando por los prados en cuesta
y disecaba insectos en cajas de cerillas
y entendía la muerte como el final de un cuento
y esperaba la lluvia con las botas de goma
y me hacía feliz estrenar las libretas.

Entonces me escapaba muchas tardes de casa
y me subía a los pinos y vendía las piñas
y nunca había visto de verdad girasoles
y me parecía lejos lo que estaba muy cerca.

Entonces me sabía entero el Catecismo
pero no me gustaba tener que entrar a misa
y estrenaba por Pascua sandalias y bombachos
y estrenaba en Difuntos pantalones de felpa.

Entonces ya admiraba qué libres son los pájaros
y no quería ir siempre por los mismos caminos.

Entonces no me daban respingo las noticias
ni asco los gusanos ni miedo las culebras
angustia ningún peso.

Entonces, la inocencia.

Qué voy a deciros que no sepáis de lo que han cambiado los tiempos, lo diferente que era todo no hace muchos años: era distinto el paisaje, distintos los días y distinta la vida, y matizo distintos porque, afortunadamente para las generaciones actuales, cualquier pequeñez de hoy se nos hacía muy cuesta arriba entonces y, particularmente, en aquellos mundos tan apartados, tan lejanos, de la urbe.

Y bien conocido es que el deseo, como la ensoñación, es materia prima de la escritura.
Escribimos porque somos carne de deseo, porque nos llama lo perdido, porque ante nuestra mirada es más hermoso y más nuestro lo vivido que lo por venir.
Leemos porque, desde que nacemos, nos entusiasma la sonoridad de las sílabas y su ritmo mágico, sin entenderlo, nos habla, sin descifrarlo nos explica.
Poseer libros propios era difícil y convencer a unos padres humildes, como los míos y los de muchos de mi quinta, de un pueblo medio abandonado como el mío, convencerlos, bien lo recordaréis alguno por experiencia, de que la lectura era necesaria por muchos motivos y porque así nos lo mandaban los maestros, tampoco era tarea fácil. Poco factible porque los recursos económicos eran escasos y había que invertir las horas en trabajar en la tierra y en atender la hacienda, cada uno la suya, unas veces las vacas, otras veces la siembra, y cuando no la leña y la madera y cuando sí los ocles y el cisco de los barcos que llegaba hasta la orilla y que recogíamos, durante tardes enteras, como sustituto del carbón, un bien tan abundante en la región como caro y escaso en nuestros hogares.

Aquello de leer, decía, muy a menudo un pobre tratante de ferias, mi abuelo, no estaba mal, pero era más bien cosa de curas -y los curas pedían mucho-, o cosa de médicos, que cuanto más lejos de uno mejor que mejor; por lo que tanto éstos como aquéllos bastaban y sobraban uno por parroquia.

Mi madre, sin embargo, siempre se mostró muy comprensible y, desde que tengo uso de razón, transparentaba cariño puro y desprendía una sensibilidad como la poesía misma, una palabra humilde, amétrica, pero perdurable, muy imperecedera y definitiva. Ella me animaba y repetía conmigo poemas enteros hasta aprenderlos de carrerilla; me daba las viejas libretas del economato como insinuando que escribiese, que no dejase de escribir, que me sincerara ante una página en blanco con dibujos o palabras que rimaran.

Escribimos, no cabe duda, porque nos confesamos mejor, nos encontramos más protegidos ante el vacío del papel que ante el semblante del prójimo. Necesitamos leer porque lo que no nos decimos a nosotros mismos, lo que no nos descubrimos, otros nos lo revelan y nos acompaña y nos reconforta.
Los pocos regalos que lograba hacernos en esas fechas de compromiso como los cumpleaños o las navidades no podían ir más allá de un libro de recortables, -y bien a desgana, tengo la sensación- del hombre con quien compartía sus días, mi pobre e ingenuo padre-.
Leemos porque recuperamos lo sepultado, reencarnamos esa contemplación incorpórea que duele de vez en vez. Escribimos porque necesitamos convencernos de todo que ha sido cierto y verdadero, pasajero pero real.
Y porque la rememoración linda, aunque no lo parezca, con lo desconocido, con lo venidero, con ese futuro que nos moldea, a posteriori, a tenor de lo que fuimos. Recuerdo un libro, con especial cariño, que mi madre nos puso para la noche de Reyes, El corazón, de Edmundo de Amicis. Era un libro extraordinario, con historias cotidianas y personajes muy humanos, con países lejanos y nombres atractivos, el primer libro con tapas duras que entraba en nuestra casa, plastificado y con un marcapáginas de cordón rojo; un volumen en el que más tarde se basaron y reconstruyeron la televisiva y desdibujada historia de Marco (de los Apeninos a los Andes). Trabajo nos costó a mi hermana y a mí darle fin. Pero mi madre, fiel y noble como nunca dejó de serlo, era la cómplice de un concierto que nosotros, los dos hermanos mayores, guardábamos como oro en paño: el secreto de la lectura a escondidas en medio de la oscuridad, porque dormirse tarde no era cosa de niños pequeños y menos gastar corriente en leer en la cama, un derroche tonto que no llevaba a ningún sitio, ‘ronconeaba’ muy a menudo mi padre, sin pensar, claro está, en lo que predicaba, ni reflexionar, evidentemente, en lo que, sin querer, nos inculcaba.
Con una linterna de pila de petaca, y debajo de las sábanas, deletreaba mi hermana una noche en voz muy baja y yo a la siguiente aquellos relatos hermosos y ensoñadores. Otras veces, nos arreglábamos con una vela en cualquier recodo del comedor o del desván. Y si la luz se iba, que no era nada raro, con un candil de carburo, cuyo olor ácido todavía me resquema en la garganta o una mecha clavada en un corcho y flotando en un vaso de aceite. Nunca hubo un incendio, pero fue de milagro...
Luego llegó la nevera, bastante tarde por cierto, pero con doble uso para nosotros, pues gracias a ella pudimos levantarnos lo más en silencio posible, en alguna que otra ocasión, y deletrear, pasando frío bastante, eso sí, a la luz que, como si de magia se tratara, se encendía sola al abrirle la puerta. Frío, de verdad, mucho frío…
Pero como no hay mal que por bien no venga, en la cama nos esperaba siempre un ladrillo caliente o una botella con agua hirviendo envueltos en papel de periódico y una toalla. Era una calefacción que daba más calor al corazón que al cuerpo, ahora lo reconozco: un calor inolvidable que aún me atempera los sentidos, un calor que me traslada todavía a los orígenes.
Escribimos porque somos, en cualquier caso, el límite de una edad, la frontera de un tiempo que con nosotros se esfuma: CON nosotros terminan las noches junto al fuego.

A la cena seguían las manzanas asadas. Y en las sábanas húmedas, mi madre nos ponía ladrillos muy calientes envueltos, a los pies, en una toalla. Hubo noches muy cortas. Y noches terriblemente largas. No obstante, por seguir con los refranes, el que no se consuela es porque no quiere, decía mi abuela, y ante la carencia de una mínima biblioteca doméstica gocé la suerte de escuchar todavía mucha literatura oral, de esa que va de pueblo en pueblo, anda de boca en boca y a punto está de extinguirse, si no la recogemos por escrito o la conservamos con la atención y el respeto que requiere. Sobre todo recuerdo las narraciones de José, vecino y exnavegante, un carpintero que hacía chalanas y que trabajaba la madera como nadie, muy amigo mío, que vivía enfrente, en una casa grande con palmera y aljibe y que había recorrido todos los mares y había dado vuelta al mundo muchas veces. No se me olvidarán jamás sus dedos deslizándose por los mapas de un viejo atlas, en el que me describía los trayectos y me hablaba de peligros y monstruos y aventura.

Los buenos domingos y las primeras bocanadas de humo de mi niñez se los debo a él, al igual que los nudos marineros que me enseñó, los océanos y los cabos y los números hasta el doscientos catorce. Nunca, que yo recuerde, faltó a nuestra cita y todas las tardes del domingo, de primavera y verano, después de comer, sobre un muro de piedra que daba a la carretera y con dos tablas y un lápiz de carpintero íbamos apuntando con una raya los coches que iban y venían -casi todos Seiscientos, Simcas y 1500-.
El objetivo era que, a eso de las ocho, los resultados, el suyo y el mío, fueran exactos: doscientos catorce coches, un récord de agosto. Lo sé porque hace unos años, cuando los parientes desmantelaban su taller de carpintería para convertirlo en bodega aparecieron tres o cuatro tablillas con nuestras cuentas.

Con José, a menudo lo reconozco, aprendí las muchas caras del conformismo y el valor de la amistad y la fidelidad. Un día me contó, y yo me lo creí, que siendo él muy joven, allá por las Américas, se enamoró de una mujer muy hermosa sin saber ni importarle quién era, que se habían reunido con frecuencia en la cómplice oscuridad de la noche, en un jardín recóndito donde cantaba siempre el mismo pájaro y que todo marchaba “viento en popa” hasta que una tarde, a la hora de la cita, la muchacha no acudió.
La buscó y solicitó por todas partes, preguntando por ella a todo el que encontraba de camino, pero nadie supo decirle ni palabra de aquella joven a la que él tanto quería. Después de caminar la ciudad de arriba a abajo, por las descripciones que, muy desesperado, pudo dar, una anciana le aseguró que aquélla a la que buscaba era una princesa, la joven Yasmín, la más bella de todos los alrededores, pero también la más inalcanzable, pues que solamente podría acercase a ella y conquistarla para siempre, según edicto del rey, su padre, si le llevaba una rosa roja.
Recorrió los trópicos a lo largo y ancho, pero vanos fueron todos los intentos, pues las rosas en aquellos parajes, según me contaba, florecían solamente blancas y amarillas. Triste y sin salida, lejos de su tierra, volvió al jardín donde solían verse, e impotente contó sus angustias a aquel ruiseñor que cantaba, el único que en aquellos inmensos y ajenos mundos parecía querer escuchar sus penas.
-Vete, -le respondió el ruiseñor- y asegúrale a ese rey intolerante que mañana a primera, tan pronto como amanezca, allí estarás con la rosa roja más bonita que haya visto jamás. Que Yasmín será para ti, por encima de todo. Luego vuelve aquí enseguida, que yo estaré esperándote. Así lo hizo. Visitó al rey con la buena noticia, partió de nuevo y cuando regresó al jardín encontró al ruiseñor con el cuello clavado en la espina de un rosal que gracias a su sangre lucía dos rosas rojas.
Nunca supe el final por boca suya, pero su mujer verdadera se llamaba Inés y ni era princesa ni su nombre Yasmín. Más tarde, he de reconocer que me desilusionó bastante, encontré versiones muy parecidas a aquella historia en las colecciones de cuentos tradicionales que había en la escuela.
-Para que veas, me decía limpiándose las lágrimas con los puños de la camisa, para que veas qué fieles son los animales y los amigos que lo dan todo a cambio de nada-.

Yo me creí la fábula durante muchos años y algo ha permanecido dentro de mí que a menudo me asalta todavía y me entristece como un desengaño. Escribimos porque somos tan tópicos que necesitamos desdoblarnos en lo que somos y lo que fuimos, actualizarnos de pasado continuo, restaurar los recuerdos y las emociones, ponerlos en boca del entonces.
Recuerdo aquellas tardes como unas de las mejores lecturas de mi vida. Y me hicieron creer que en nuestra infancia siempre hay una persona anciana que nos parece un mago o un dios, y que desaparece de nuestras vidas para no decepcionarnos al crecer y comprobar que no es más que un ser humano de carne y hueso. A él le escribí este poema:

Y entonces se limpiaba las lágrimas con los puños de su camisa.
Hablaba de los barcos,
de baúles cargados, de las tormentas
de su casa de América con palmeras y aljibes y potos gigantísimos;
recordaba a las indias con su piel de coral y se callaba
–quizás un nombre propio, muy moreno–
y se quedaba absorto al paso de las nubes,
indetenible viaje de las nubes,
y lloraba en silencio porque el recuerdo estaba vivo,
en el hombre sin nada, sin nadie, sin sí mismo.
Nos admiraba su sabiduría en las tardes vacías
del domingo, nos intrigaban su voz,
sus lentes, sus manos como nudos,
su tanta vejez achiquillada.
Siempre hay en nuestro origen algún sabio
que muere por no decepcionarnos.

Escribimos para experimentarnos, para experimentar e inmortalizar las verdades que fueron realidad junto a nosotros, para eternizar su vigencia, para sobrevivir e imaginar el mundo, ese mundo que no cambia, a nuestra imagen y semejanza.
Escribimos para ser siempre un poco el nosotros que hemos sido y no perder jamás la imposible posibilidad de regreso. Y considero que todas las verdades en las que creo, me las han enseñado aquellos seres que eran entrañables y sinceras como las páginas de un libro, que pasan, pero que no se borran de nuestra memoria porque nos han transmitido lo más precioso de la vida: esas cuatro verdades como la ilusión y el cariño y el amor y la fe en todas ellas.

Tanto él como mi madre, sin preparación académica ninguna pero con mucho bagaje, ternura y honestidad, me desvelaron que en los cuentos, en particular, y en la literatura en general, subyacen y se esconden los deseos de los hombres, lo que somos y lo que pretendemos, lo que buscamos y lo que no nos conocemos, lo que quisiéramos haber escrito y sentido ante la incapacidad de experimentarlo.
Ellos, con palabras tan corrientes y sencillas como profundas y universales, vinieron a decirme que leer es vivir las historias de otros, reconocernos y regocijarnos en ellas, y que si en la vida no soñamos desperdiciamos un cincuenta por ciento muy valioso. Luego más tarde, hojeando manuales de estudiosos muy célebres, encontré muy parecidas afirmaciones: definiciones como que leer supone identificarse con lo leído; abrir el paréntesis de la imaginación. O que leer es salir transformado, cambiado, de una experiencia de vida para a continuación esperar algo nuevo. Pero sigo creyendo que es mucho más verdadero decir, como lo hacía mi madre, que leer es bueno para saber soñar y para ser un mundo propio, una persona “de a pie”, particular pero universal, único pero infinito. Que ilusionarse y tomar una actitud frente a la vida traen, por lo general, el final más feliz.

Gracias a ese pueblo de pescadores y gente de campo y a sus tardes tranquilas, en las que vuelvo a repetir que un libro era un tesoro, un día, por medio de una biblioteca que los maestros fueron construyendo con gran esfuerzo, que empezó siendo nada y llegó a ser bastante, vino a mis manos la obra de un poeta que nunca he separado de mí, Miguel Hernández, un hombre también de un lugar pequeño, Orihuela, cuya vida ‘ordinaria’ y diaria, entre cabras y genistas, me confirmaba que todo, hasta lo más inalcanzable, puede conseguirse a base de constancia, lucha y confianza en uno mismo y en los demás.
Lo recitaba una y otra vez, durante tardes enteras, en lo alto de Llumeres, frente al viejo faro del Cabo Peñas. Me entusiasmó y cuanto más lo leí más me fascinó la poesía que yo ya conocía, pero de otra manera, a través de una grandísima poeta para niños y mayores: Gloria Fuertes. Jamás me abandonaron, mi homenaje a ellos, siempre:

Me ha costado mis años
llegar a escribir
soy
siento.
Estoy aquí
y percibo
la grandeza del día,
su dimensión azul,
mi transparencia.
Se lo debo a los nombres
que tanto me llamaron.
Se lo debo a la infancia
y a su fosforescencia.
Se lo debo a los árboles
que crecieron conmigo.
Y a los versos que un hombre,
pastor en Orihuela,
dejó sobre la vida,
llegaron a mis manos,
giraron en mis ojos,
filtraron en mi voz.
Y, corazón arriba,
reconocimos juntos la belleza.

Empecé a escribir, mejor dicho, a imitar, y con los contados duros que durante los meses de primavera a verano saqué de vender piñas, algas y caracoles, me hice con mis dos primeros libros de Neruda y Juan Ramón Jiménez, de la colección Losada, a los que enseguida puse mi rúbrica en la primera página, así como una Biblia que repasé sin tregua, atrapado, en especial, El Antiguo Testamento.

Escribí durante mucho tiempo, y aún los conservo, en unos cuadernillos que mi madre, -comprobaréis que no dejo de nombrarla porque se lo debo todo- me cosía con papel de estraza, de los cartuchos en que empaquetaban antiguamente en las tiendas -¡bastante caras eran ya las libretas de la escuela y aquello de la poesía no parecía más que un entretenimiento, la verdad sea dicha!-. A ella le gustaban todos los poemas que yo le enseñaba, por malos y estrambóticos que pudieran ser. Y siempre encontraba una palabra buena y animosa con la que alabármelos.
Por eso mantengo que ella fue el mejor cuento y la mejor gramática, sin menospreciar la figura de mi padre, personaje más en la sombra y ausente muchos días, debido a su oficio de conductor de camiones. Mi madre, una mujer intachable, y no por seguir el tópico ni la hipérbole; una mujer que sacaba agua del desierto, que no vivió por vivirnos, que hacía milagros abundantes con la escasez de casa, una mujer, como la que describo en el poema “Los panes y los peces”:

Algo tenían sus manos
como de brote o pozo,
y aunque faltara el agua
nos mojaban la sed.

Y aunque el sol no saliera,
tocarla, iluminaba.

Y aunque hubiera muy poco
y fueran días tan duros
y los meses tan largos
y todas nuestras bocas...
se restaba a sí misma-tuvo que ser así-,
con tal de que a nosotros
ilusiones y fruta, sueños y ropa nueva
se nos multiplicaran.

Ellos me concienciaron, como los mejores volúmenes y enciclopedias, de que en la vida es tan importante y provechoso asumir el fracaso como recoger la victoria; de que es imprescindible aceptarse derrotado muchas veces antes de un triunfo o una meta. Me aleccionaron, como luego lo hicieron Sancho y Don Quijote, para en ocasiones ‘echar morro al asunto’, como se dice ahora, y salir a la vida creyendo en utopías y ‘descornarme’ contra ellas.

Incapaz sería de confesar cuántas veces deseé encontrarme con Peter Pan en cualquier bosque de los que me rodeaban y cuántas me sirvió de ayuda saber que alguien, inexistente o no, sentía lo mismo que yo estaba viviendo, pensaba lo mismo que a mí me pasaba por la cabeza, se alimentaba de tantas utopías como las que yo iba recopilando...

A mi familia, lo más nuestro que alcanzamos, pues lo demás, con la misma facilidad que lo encontramos en el camino, con esa misma facilidad solemos perderlo, a esa familia de casa y de sangre, le dediqué muchos poemas. Poesía y autobiografía son, compaginan, perfectamente, forman como un constituyente imperecedero con el que solidifican los valores y acontecimientos que nos conducen y nos definen.
Uno de los primeros, con el que rompo ese pudor de sincerarme y no embarcarme en brazos de rebuscadas metáforas ni escapismos, habla así:


Usted seguro que ha sentido vergüenza alguna vez
al decir que en su cuarto caía una gotera
o que su pobre madre le hacía el bocadillo
siempre de natas con azúcar
-son cosas de la vida-.
Confieso que en mi casa el olor a humedad
era casi entrañable
y todos los domingos se comían garbanzos,
salvo en alguna fecha señalada.
Que lloré muchas veces por no querer llevar
los jerseys con coderas
o no tener un lápiz con enanito arriba.
Confieso que la ropa nos la daban los primos
que ahora son albañiles
y que nuestra familia se rompió por la herencia
de unos metros cuadrados de baldosas con taras
-son cosas de la vida-.
Que, a escondidas de todos y hasta los siete años,
tuve el chupete debajo de la almohada.
Confieso que los míos son personas sencillas:
usted sospecha que hablo de un padre que no sabe
lavarse bien los dientes,
de una mujer que escribe con mala ortografía,
de unos hermanos fieles como la misma sangre
y una casa que huele, cada vez que entro en ella,
a las húmedas manos de la melancolía.

Confieso que he nacido donde hubiera elegido
por encima de todo
cada vez que naciera.


Escribir, en definitiva, es lo mismo y la consecuencia de leer, pues leer y escribir se requieren y complementan; es sinónimo de desear; es intentar no dejar cosas ni idealizadas ni por hacer en el trayecto de la vida, que, en resumidas cuentas, se nos queda corta. Escribir es contar lo más hermoso que nos ha sucedido, lo más imborrable, bueno o malo, que padecemos y lo más grande que quisiéramos que aconteciese. Para mí es lo mismo: escribir es vivir de lo que imaginamos; recordar lo muerto y soñarlo vivo; escribir es imprescindible para transformar el sistema que nos imponen, ajustarlo a nuestras querencias. Y sirve para esperar, para echar de menos, para decir quiénes somos y preguntárnoslo y para conformarse con lo puesto, que es más que suficiente, pues presiento que la abundancia y el exceso de todo lo prescindible nos está haciendo pobres en lo más esencial.
Escribir posibilita lo imposible, preserva lo vaporoso, vigoriza el desaliento y nos hace transitables las rutas irrealizables, aquéllas que nos acercan a nuestra esencia, pues ¿dónde más luz; en qué lugar nombres más afectuosos?:

Y es que aunque nada puede
detenerse,
he sido tan feliz que es suficiente. Bajo
la tarde, aquí, recuerdo
ahora
la vida transcurriendo
como fruta brillante. Las fieles golondrinas
girando hasta la cuadra y el olor
de la hierba.
-Mi madre era tan joven…-

Existió todo en mí. El cariño y la infancia
como un pan abundante,
los rayos del verano entrando
hasta la siesta. El nombre los pájaros,
su canto. Las luciérnagas,
su silencio encendido sobre las noches
largas.

Ha sido tan verdad que ya es bastante.
Más allá, los postes de la luz,
los maizales,
y el mundo se acababa.


Y también en estos otros, domésticos y sencillos, como yo entiendo la poesía y como mis raíces, y más o menos de la misma época, vienen a justificar por qué leo y porque escribo, porque así aún puedo sentirme por unos instantes aquél que fui y aquél que me fueron haciendo.
Escribimos, en definitiva, para dejar constancia, huella, para no morir del todo, como Horacio pretendía, por más que sea en una escueta página, aunque sea en un verso precario. Buscamos, en palabras de Miguel Florián, origen y fundamento, permanencia y continuidad, y afán por enunciar, por contener lo fugaz en nuestros labios, debe tener algún sentido.
Mientras somos, mientras nos sostenemos sobre el tumulto de lo efímero, nos es posible evocar lo que fuimos, movernos entre los fragmentos del pasado, haciendo posible la conjunción de lo múltiple en la unidad de la conciencia; y acceder al ensueño de lo atemporal, para recuperar, adérmicos, aquella estación inicial de la inocencia:

Yo también masticaba la cal de las paredes
en las tardes de agosto
y creía que sólo se moría en invierno
y no entendía por qué cada vuelta del mundo envejecía a mi madre.
Estuve enamorado de una araña grandísima que vivía en una grieta
de la puerta
y hacía competiciones de gusanos.
El cielo me parecía una carpa gigante
y cuando vi pasar los primeros aviones los ojos se me abrieron
como dos libertades.
Mi padre me enseñó a comprender el viento,
a predecir la lluvia en la piel de los árboles
y por eso he tenido siempre miedo al futuro.
De pequeño, además, yo quería ser gitano
para tener un burro, entre otras muchas cosas,
y caminar descalzo.
Pero la vida nunca acepta nuestros ruegos
y me gustó el latín no sé por qué motivo
y aquí estoy enseñando lo que a veces no entiendo.
¿Qué voy a decir yo de la palabra hombre?,
¿cómo puedo explicar que para que haya historia
hubo que desde siempre ir matando o muriendo?
Conseguí ser mayor y me quité estos vicios a pesar de mí mismo:
y me conformo y callo y voy tirando
y echo de menos mucho la araña de la grieta
y el olor de la cal me es como de familia.
Aprendí, como todos, a amar lo que no amo,
y a hacer, según la norma, lo que todos hacían.




Todo retorna a nuestros labios, porque todo, al cabo, cabe en nuestros versos y así, más pronto o más tarde “todo regresará, pero nunca lo mismo”. Que no se extinga el poema. Que no mueran los libros. Necesitamos leer, escribir. Necesitamos libros que nos acerquen a la libertad, que nos desgajen la realidad en múltiples realidades irreales.
Necesitamos libros: libros para enamorar hasta lo eterno las manos que los abren; libros donde lo peor nunca esté por llegar; libros para que el mundo no siga en esta línea, para que la enredadera de la voz trepe sin tregua por la espalda de una página; para que no se apaguen del todo los sueños ni la delación; para que no se extingan por completo el eco ni la noche; para que permanezcan los débiles tendidos de la comunicación.
Libros en heredad, donde la tierra preserve un párrafo que dé a la mar, desde donde esparcir sus cenizas y nuestros restos. Libros donde el error y la sinrazón irradien en los embalses de la memoria como una cima majestuosa.
Libros para que los jóvenes y el mañana imaginen el oro en la luz de una mirada; y sepan dónde encontrarse con el acierto, cuándo coincidir en la impuntualidad; cómo decir lo que jamás se habla, cómo expresar lo que se callaría definitivamente.
Libros donde un tirano se arrepiente sobre el borrado boceto de una rosa y llora por los siglos de los siglos. Libros para reverdecer, para no impedir que los caballos de la libertad relinchen y galopen entre la grama y la pradería de un verso; ni que el pájaro carpintero taladre por abril los troncos infinitos del lenguaje. Para que las orugas absorban fosforescencia en sílabas medicinales; y los gatos maúllen sobre las chimeneas de oraciones en luna llena. Libros en los que los grillos puedan resguardar sus recónditas cuevas; y la naturaleza incubar sus ciclos transitivos.
Libros plagados de verano y frescura de higueras; desde donde vuelen los gansos y emigren los hipérbaton; libros ilegítimos, de mayúsculas insolentes y transgresoras; terminantes libros escarpados, creados para precipitarse al vacío desde su intensidad.
Libros escritos desde la lluvia, encuadernados con río, traducidos en azul y al viento, rubricados por la extrañeza y sus impactos.
Libros para los arroyos de la ternura. Para dragar los estanques de la historia y derribar sus ancestrales estatuas de cántaros y caños de sangre.
Libros abrevadero en los que la armonía gotee y en sus ondas se vean reflejadas las bestias como un remordimiento y se espanten y huyan a decapitarse en un índice.
Libros donde el sol mantenga su propio horario y el laurel arome las metáforas. Donde el idioma prenda y ocasione vocablos asombrosos, esbeltos como cipreses.
Libros de amor en rama, con el éxtasis de un instante y su presencia eterna; libros silvestres, afrutados, con miel adjetival y amargas bayas de suicidio. Libros para que jamás se haga jamás; que nos devuelvan lo que ignoramos.
Para arder en deseos y anhelar entrar en quienes sienten como nosotros, quienes parecen un espejo de nosotros. Donde volvamos a nacer al pronunciar un enunciado inexistente. Libros con patios a la literatura y a sus pérgolas de sintaxis envejecida.
Libros hermosos, con desinencias y trayectos hacia reinos deliciosos; donde nos espere lo que no sucede a tiempo o lo que termina de forma irremediable. Libros tránsito para enseñar a morir de otras muertes y aprender vidas inconcebibles. Libros con la misma y única maquinaria del corazón, perfecta y quebradiza. Libros como agua, indispensables para la sed humana. Cálidos, como el vaho de los animales en las cuadras; inolvidables como la primera vez de cualquier vez primera. Libros para una segunda oportunidad y para una despedida que no tuvo lugar. Libros con bifurcaciones e indicadores lo inverosímil. Por donde podamos desfilar hasta abrazar los brazos abiertos de los antepasados. Libros inamovibles y horizontales como la compostura de los difuntos. Invadidos de ahogo como una boca colmada de terreno. Sinónimos de la locura y sus extravagancias clarividentes.
Dementes libros bondadosos, al fondo del fondo, donde arde la tenue vela de la verdad.

Libros como desiertos que nos cieguen con borrascas de arena. Libros con arresto y brújulas para saber a qué distancia aproximarnos en los turnos de desamparo; con provincias y parajes y el solo soplo de la brisa y la flor que deshoja de los manzanos. Libros intransigentes, con la virtud de los vicios, contrarios a toda sustancia; poemas adictos a espirales de encabalgamientos indómitos; poemas encabalgados desde aquí abajo, donde se acaba el universo, hasta el allá, en ciernes, donde comienza la cordura.
Libros.
Con el desenlace de lo que nunca sería del todo.

Conferencia pronunciada en el XVI Simposio de la Asociación de profesores de español Gerardo Diego. Santander. 18 de octubre de 2008.

Fuente: Federación de Asociaciones de Profesores de Español
www.faspe.org


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