En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX,
y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los
Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.
(Julio Cortázar. Instrucciones-ejemplo sobre la forma de tener miedo)
y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los
Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.
(Julio Cortázar. Instrucciones-ejemplo sobre la forma de tener miedo)
Los Pegasos de bronce de Agustín Querol fueron originalmente pensados para rematar el cubo de la sala principal en el Palacio de Bellas Artes.
Son cuatro y vuelan por separado en la explanada del emblemático edificio capitalino. A pesar de su dramatismo y de la reedición light de las criaturas mágicas, pertenecen a ese tipo de monumentos que se miran sin ver, extranjeros del asombro aborigen y si acaso objetivo de cámaras extranjeras.
El escultor catalán al que Adamo Boari encomendó la factura de los Pegasos tuvo mucho éxito en sus días. Tanto que se llegó a sospechar que era un fiasco y que el primer engañado fue él mismo. Protegé de Cánovas del Castillo, se dice que fue, y también un gran acaparador de contratos. Toda España quedó sembrada con los monumentos salidos de su taller. Sus "abigarradas y dramáticas" esculturas (adjetivos según sus críticos) se conservan en La Habana, Buenos Aires y Manila.
En México tenemos los Pegasos y los Pegasos nos tienen a nosotros pues nos miran desde lo alto.
Y de noche, como diría Cortázar de las estatuas de los Dióscuros, los Pegasos se animan y en algún lugar Agustín Querol se ríe de los adjetivos y de sus adjetivadores, una mano en la barba florida de su eternidad.
Fotos: MGE